III
Por Tavo Jiménez de
Armas
INTRODUCCIÓN
La reciente
celebración de la jornada de huelga general del pasado 14 de noviembre -y sus
masivas manifestaciones-, es un marco fantástico para concluir -en un contexto
tan vivo y actual- todo lo que he querido expresar en las dos primeras partes
de este trabajo.
Simultáneamente
a la marcha de numerosas manifestaciones a lo largo y ancho de España y parte
de Europa, el Gobierno Español, a través del Ministro de Economía, se
reafirmaba en su férrea posición (‘La hoja de ruta del Ejecutivo es la única
posible para superar la recesión’). Dos días después entraba en vigor la nueva
norma que pretende paliar ‘el drama social de los desahucios’, y que Jueces para la Democracia consideraba
como ‘fiasco’, ‘publicidad engañosa’ por parte del Gobierno. Han sido los más
benévolos en sus calificativos.
Todo había
empezado, para el Gobierno, una semana antes (día 9), con el suicidio de una
mujer afectada por el desahucio de su hogar. A partir de entonces, por temor a
que la tragedia fuese multiplicándose por toda la geografía nacional –con la
‘fealdad’ que ello conlleva para la marca
España-, los dos partidos políticos que se reparten el poder nacional desde
la muerte del dictador Franco, se sentaron (infructuosamente) a negociar un
acuerdo. Se estaba escenificando una nueva y tenebrosa farsa. No contaban con
otros partidos políticos, ni siquiera con Izquierda Unida, que ha demostrado su
preocupación real por este problema desde hace mucho tiempo. Lo más sangrante:
los colectivos sociales que han sido un ejemplo de laboriosa solidaridad desde
2009, cuando el drama de los desahucios dio comienzo, ninguneados por completo.
Ellos -los del poder-, siempre de espaldas a la realidad.
Pero regresemos a
la jornada de huelga del 14N, en concreto, a la respuesta dada por la Autoridad.
Fue todo un festival de terror en el que todos, niños y mayores, recibieron. La
respuesta institucional ya la conocéis: comportamiento
ejemplar por parte de las fuerzas de seguridad, bla, bla, bla…
Y con ese terror
callejero llegamos a los efectos psicológicos provocados en la población. Vamos
desde el miedo hasta la impotencia. Quienes sufren pánico al ver las imágenes
que valientes personas nos han brindado, afianzarán en su mente la idea de que
será mejor no quejarse demasiado. Aquellos otros que han padecido esa violencia
demencial, o que la han visto rozarles, se habrán encontrado de bruces con el
rostro más dañino de un Sistema que envía a hombres robotizados a golpear
brutalmente a quienes osan cuestionar que la
ruta del Ejecutivo es la única posible para superar la recesión. Hay
heridos muy graves, y más de un centenar de detenidos. Muchos de ellos descubrirán
con sorpresa -como les ocurrió a Ainhoa y Gabriel- que en sus mochilas había
piedras. El Gobierno calla. Y el fascismo habitó entre nosotros.
La impotencia de
recibir porrazos y patadas por parte de un callado ser con la máscara de Darth
Vader; un uniformado bien pertrechado que no razona, ni responde verbalmente,
sino que actúa mecánicamente. Son los perversos maltratadores de la relación a
la que me referí con anterioridad. Y en las víctimas queda la misma desolación
e impotencia que cuando la agresión se efectúa en casa.
Primero, porque
no se puede comprender por mente sana alguna que, sin más elementos sobre el
terreno que una protesta ciudadana generada por los abusos sistemáticos
ejercidos desde el poder, la respuesta de la Administración sea el envío de
uniformados que se arrancan con desproporcionadas agresiones a personas sin
protección alguna.
La uniformidad
estética de esos elementos hostiles genera en los ciudadanos una visión de
entes impersonales, de fuerzas armadas que actúan con todas las ventajas,
protegidos por la ley, amparados por el conjunto al que pertenecen, capaces de
disgregarse contra la masa y, no obstante, no perder su identidad superior. Son
un puño de hierro que se divide en multitud de otros pequeños puños de hierro
que hieren fatalmente. Y ahí se cierra el irracional círculo que no tolera
explicaciones, ni quejas, ni nada que parezca sensato.
Ante este estado
de cosas, las conciencias deben irritarse. Si esos puños de hierro tuviesen
conciencia, se irritarían. Y la irritación conduciría a la negación a participar
en la represión, aun a costa de perder su empleo. A eso se le llama actuar en
conciencia, y lo demás no son sino excusas, cobardías e intereses. Todo ello,
insustancial ante la gravedad en la que estamos instalados.
Ante este estado
de cosas, y ante el empeoramiento progresivo del clima social, quienes ordenan
golpear a sus representados (o consienten que se haga) y no frenan la vorágine
que pretenden arrasar lo que de humanos queda en nosotros, duermen tranquilos.
Porque carecen de conciencia. No es dogma de fe lo que digo, sino un hecho científico constatado cada día que
pasa. Ninguno de ellos se baja del tren en el que voluntariamente se han
subido, y que amenaza con lanzarnos violentamente hacia un oscuro abismo.
Ante este estado
de cosas, y el caos al que irremediablemente nos dirigimos, no sorprenderá que
vea legítima una respuesta popular a la altura de la violencia (no sólo física)
que las personas están recibiendo por parte del Estado. Otra cosa es que
considere que, en estos momentos, sea la respuesta más inteligente y adecuada.
Parece que aún
hay un tiempo para comprobar si ‘estas son nuestras armas (las manos desnudas)’
es un instrumento válido para encarar al Sistema, o si -como he sugerido en las
anteriores entregas-, dada la naturaleza irreversible de los psicópatas en la
cúspide de la pirámide, se revela con un arma insuficiente que habrá de dar
paso a una solución popular más adecuada y elaborada al enemigo que
enfrentamos.
Entretanto, nuestra
ausencia de armas se suple con la fuerza de la razón. Las mentiras que el poder
siempre tiene en sus labios no deben eclipsar el uso de la razón hecha palabra
en nuestras bocas. Nuestra lengua puede herir falsas sensibilidades, y debe
hacerlo. Nuestra lengua debe violentar con argumentos, sumar en cooperaciones,
construir alternativas reales, e invadir las mentes alienadas de quienes deben
tener la oportunidad de escuchar (quién sabe si por última vez en sus vidas)
alguna que otra verdad que, siendo dolorosa, les dé la oportunidad de elegir y
no rendirse a perecer en el matadero que han dispuesto para todos nosotros. No
está en peligro sino nuestra propia condición humana, la identidad que nos dota
de conciencia y nos exige no desfallecer cuando la extinción de la conciencia es un riesgo real. Puede que aún no
sea demasiado tarde.
3- MÁS ACTIVISMO PEDAGÓGICO, POR FAVOR
Recapitulemos.
Thomas Doyle, reverendo católico
y portavoz de víctimas de abusos sexuales cometidos por el clero de su iglesia
lo definió con claridad meridiana:
‘Hay dos clases de personas en la Iglesia: la jerarquía en
las sagradas tierras de pasto, como las llaman ellos, elegida por Dios para
guiar y liderar a la gran multitud -que son la gente laica-, cuyo deber es ser
seguidores dóciles y obedientes. El sistema (social y religioso) es una
monarquía y todo el poder le pertenece a esas personas (de la Iglesia). Así, el sistema
protege a esos individuos, porque cree que esa es la voluntad de la máxima
autoridad, de Dios: Él quiere que esos individuos sean poderosos para controlar
esta porción de la realidad llamada Tierra. Podrá sonar muy simplista y
fantasioso, pero así es en realidad’.
(Doyle, sacerdote dominico desde
hace más de treinta años, doctorado en Derecho Canónico, ha pagado en sus
propias carnes el haber abogado por las víctimas. En el año 2003 perdió su
trabajo como capellán en la
Archidiócesis de Servicios Militares de EEUU, por desobedecer
las directrices de su superior. En realidad, se le castigaba por haber
declarado ante la justicia contra los sacerdotes pedófilos, y por haber
entrevistado a miles de víctimas.)
Podría parecer que describir la
estructura psicológica del poder religioso no es muy acertado cuando el
propósito es hablar –más amplia y globalmente- de las dificultades que atraviesa la relación Sociedad-Sistema. Sin
embargo, los armazones de la religión y el Sistema no son muy distintos;
básicamente, porque la primera ayudó a parir –hace ya miles de años- a este
engendro planetario que llamamos Sistema, del que, cómo no, la religión sigue
siendo una de sus más fuertes valedoras. Ambas imponen sus respectivos idearios
con una víctima en común: el hombre y la mujer. Ambas los sacrifican en el
altar de su dios único e invisible: el poder. Conoce a la madre y no te
sorprenderá la actitud de su hija. Extirpa de tu mente a la puta de la madre y
no te pares hasta hacer, concienzudamente, lo propio con la hija.
A modo de recordatorio de lo
escrito con anterioridad, os digo que el problema actual no es sino la
consecuencia de una progresiva perdida de soberanía de la persona y,
consecuentemente, de los pueblos, frente a quienes carecen de conciencia y
habilidosamente trepan por los laterales de la pirámide social (el Sistema),
hasta situarse en la cúspide de los diversos subsistemas que componen esto que
–siendo un orden perverso- es denominado Civilización.
Esos que se posicionan en la
cúspide han de tolerar –para obtener sus fines- todas las taras estructurales y
las injusticias congénitas del subsistema (llámese gobierno, corporación, ejército,
religión, etc.) al que acaban de acceder. Otros, antes que ellos, lo
dispusieron así para que fuera impermeable, efectivo, rentable y duradero. En
ese recorrido se liberan de cualquier rastro de conciencia que pudieran
albergar, pues de otro modo el acceso les sería denegado. Nadie mete, a
sabiendas (y los perversos depredadores integrados, menos), a un ladrón en su casa; y si no hubiese sido
detectado antes, los mecanismos del subsistema actúan, como digo, como un
resorte que neutraliza todo riesgo.
Así, pues, tenemos a una camarilla
de personas que, ausentes de contacto directo con la realidad compartida por la
inmensa mayoría de la sociedad, determina –con sangre fría- el destino de ésta.
Y lo hace desde el reducido y selecto tejido social que se mueve en las exitosas
cúspides, formado por lazos de intereses económicos y familiares.
Cierto que incluso entre estas
bestias con pedigrí existen los enfrentamientos (la insaciable codicia es lo
que tiene), pero siempre basados en el reparto de la tarta, no en dilemas
morales sobre su comportamiento hacia la base de la pirámide, los más
desfavorecidos de eso que Thomas Doyle denomina esta porción de la realidad llamada Tierra.
Despojados de conciencia y
remordimientos, curtidos en el lenguaje engañoso y seductor, bien asesorados
por mercaderes de la imagen, e instruidos en el arte del fingimiento, los
depredadores sociales ascienden en medio de puñaladas traperas, vendettas de madrugada, y nulos
escrúpulos. El trepar es un arte de mercenarios en el que fracasan quienes
tienen eso que se llama escrúpulos.
El trepar, no te confundas, no está hecho para ti, que tienes sensibilidad para
preocuparte honestamente por las dificultades de quienes te rodean. No cometas
el error de pensar que la madera de la que esos indecentes fulanos salieron es
la misma de la que has salido tú. Han invertido mucho tiempo en tratar de
convencerte de ello, y lo seguirán haciendo, con el fin de que tu mente dude de
la única realidad posible, la evidente a los ojos, la palpable en sus
decisiones: son unos desalmados a los que les importas una mierda.
Quien dice preocuparse de tu
alma, o de tus necesidades materiales, del futuro de tus hijos, de la paz
nacional, te miente como un bellaco. Acéptalo si no lo has hecho ya. Los hechos
gritan y ensordecen lo que sus palabras proclaman: les preocupan sus intereses
económicos, las ambiciones declaradas en sus míticos textos religiosos e
históricos, el prestigio con el que la Historia los mencionará. Vanidad y
codicia, juntas de la mano.
Así es, basándonos en los hechos -que es lo que en este texto se juzga-, esta
caterva de miserables que sigue sonriendo mientras el barco hace aguas.
Mientras nuestro futuro, puesto en sus múltiples manos, entra en un crepúsculo
del que, si salimos con vida, quedará reducido a ruinas.
Dicho esto, la responsabilidad
recae exclusivamente en nosotros, los hombres y mujeres que aspiramos a no
perder más espacios de libertad. Ya hemos presenciado cómo los cuervos con
sotana, salvo algunas excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, guardan
silencio ante la escalada de crímenes económicos (que a ellos no les afectan),
ante la política de burdel que mercadea militarmente con la vida de millones de
inocentes. Un silencio que les delata, una vez más, confirmando su condición de
milenaria institución enemiga del ser humano. Vergüenza tendrían que sentir de
atreverse a mencionar la palabra que tantos millones de sus creyentes
consideran sagrada.
La
responsabilidad recae únicamente en nosotros, de denunciar los crímenes que se
cometen y son asimilados por gran parte de la sociedad como daños colaterales
de una crisis pasajera.
Nuestra es la
responsabilidad de servir como eventual conciencia para esa enorme masa social
que, no siendo lúcida en su percepción del clima fascista que nos envuelve, es
un peligro para sí misma y para nosotros (por cuanto tiene de obediente y leal al Sistema). Síndrome
de Estocolmo puro y duro.
Una conciencia
provisional -en manos de unas gentes que habrían
de ser conscientes de los sacrificios que tendrán de realizar si quieren tener
alguna oportunidad de modificar el futuro que se les ha diseñado- que sean
capaces de hacer que otros pierdan el miedo propio de las víctimas de un profundo
engaño, de un complejo y sutil maltrato psicológico que los ha ido desposeyendo
de los puntos de referencia necesarios para tener un criterio propio no
contaminado por los intereses del Sistema.
Los más
enajenados necesitan que su propia conciencia, temporalmente ejercida desde
fueran por medios responsables y honestos, les devuelva la cordura forzosa, imprescindible, para ver sin las limitadas
anteojeras colocadas por el Sistema. Sólo mediante el ejercicio de su propia
conciencia podrán ver la gravedad de la situación, pero hoy no es posible que
eso sea factible.
Éstos
requieren, tal y como acontece en el escenario en el que tenemos a un psicópata
integrado que mantiene emocional e intelectualmente cautiva a su víctima, de
ayuda externa.
Si esa ayuda
externa –de índole pedagógica- no llega, es posible que cuando el clima
psicopático en el que vive la víctima se haga más insufrible, su voluntad sea aún
más frágil, y mucho más fácil de dirigir desde los mecanismos del poder
perverso que la mantiene subyugada. Es sencillo de entender que dicha voluntad
sería dirigida contra aquellos elementos de la sociedad que denuncian la
naturaleza esclavizante de la relación víctima-verdugo.
A este
respecto, invito al lector a que escuche lo que el psicólogo Philip Zimbardo
nos cuenta sobre este escenario, confirmando que, en efecto, ese es el fenómeno
psicológico que habrían de enfrentar quienes estuviesen dispuestos a enfrentar
al Sistema.
En definitiva,
en nuestra realidad social se precisa del mismo enfoque situacional que se
aplica a las víctimas de maltrato psicológico que propone la ya mencionada
psiquiatra y terapeuta Marie-France Hirigoyen.
Reafirmándonos en la clave psicológica
Prestemos atención a lo que
Hirigoyen explica en su obra El Acoso
Moral, y tratemos de hacerlo desde la perspectiva de un conflicto colectivo
(tal como lo hicimos con el caso de Annie y Benjamín) y no entre dos personas.
Pido encarecidamente al lector que, aunque sé que el texto es amplio, su
lectura la considero esencial para el conocimiento de la problemática y,
lógicamente, la solución a adoptar. El remarcado es mío, poniendo el énfasis en
dónde más y mejor se advierte la naturaleza del Sistema.
‘Para Hirigoyen, existe la posibilidad
de destruir a alguien sólo con palabras, miradas, mentiras, humillaciones o
insinuaciones, un proceso de maltrato psicológico en el que un individuo puede
conseguir hacer pedazos a otro. Es a lo que denomina violencia perversa o acoso
moral.
El acoso moral propiamente dicho
se desarrolla en dos fases: la primera es la fase de seducción perversa por
parte del agresor, que tiene la finalidad de desestabilizar a la víctima, de
conseguir que pierda progresivamente la
confianza en sí misma y en los demás; y la otra, es la fase de violencia manifiesta.
El primer acto del depredador
siempre consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender. Pretende mantener al otro en una relación
de dependencia o incluso de propiedad para demostrarse a sí mismo su
omnipotencia. La víctima, inmensa en la duda y en la culpabilidad, no es capaz
de reaccionar.
Todos estos son una serie de
comportamientos deliberados del agresor destinados a desencadenar la ansiedad
de la víctima, lo que provoca en ella una
actitud defensiva, que, a su vez, genera nuevas agresiones.
La estrategia perversa no aspira
a destruir al otro inmediatamente; prefiere
someterlo poco a poco y mantenerlo a disposición. Lo importante es conservar el
poder y controlar. Intenta, de alguna manera, hacer creer que el vínculo de
dependencia del otro en relación con él es irremplazable y que es el otro quién
lo solicita. (Al anular las capacidades defensivas y el sentido crítico del agredido,
se elimina toda posibilidad de que éste se pueda rebelar. Éste es el caso de
todas las situaciones en las que un individuo ejerce una influencia exagerada y
abusiva sobre otro, sin que éste último
se de cuenta de ello).
Esta perversidad no proviene de
un trastorno psiquiátrico, sino de una
fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás
como seres humanos.
La agresión propiamente dicha es
constante y se lleva a cabo sin hacer
ruido, mediante alusiones e insinuaciones, sin que podamos decir en qué momento
ha comenzado ni tampoco si se trata realmente de una agresión. Se presenta continuamente
y en forma de pequeños toques que se dan todos los días o varias veces a la
semana, durante meses e incluso años. Basta que la víctima revele sus
debilidades para que el perverso las explote inmediatamente contra ella.
El mensaje de un perverso siempre
es voluntariamente vago e impreciso y genera confusión. Son precisamente estas técnicas indirectas las que desconciertan al
interlocutor y hacen que éste tenga dudas sobre la realidad de lo que acaba de
ocurrir.
Un verdadero perverso no suelta jamás su presa. Está persuadido de que
tiene razón, y no tiene escrúpulos ni remordimientos. No suele alzar la voz, ni
siquiera en los intercambios más violentos; deja que el otro se irrite solo
para luego acusarlo de que la agresión va contra él y no al contrario, lo cual
no puede hacer otra cosa que desconcertar: "Desde luego, ¡no eres más que
un histérico que no para de gritar!".
Pero sin duda, el arte en el que
el perverso destaca por excelencia es el de enfrentar a unas personas con
otras, el de provocar rivalidades y celos. Esto
lo puede conseguir mediante esas alusiones que siembran la duda, mediante
mentiras que colocan a las personas en posiciones enfrentadas, o
simplemente hace correr rumores que, de una manera imperceptible, herirán a la
víctima sin que ésta pueda identificar su origen.
La fase de odio o violencia, empieza con toda claridad cuando la
víctima reacciona e intenta obrar en tanto que sujeto y recuperar un poco de
libertad. A partir de este momento abundarán los golpes bajos y las ofensas,
así como las palabras que rebajan, que humillan y que convierten en burla todo
lo que pueda ser propio de la víctima. Esta armadura de sarcasmo protege al
perverso de lo que más teme: la comunicación.
Por otro lado, el perverso puede
intentar que su víctima actúe contra él para poder acusarla de
"malvada". Lo importante siempre es que la víctima parezca responsable
de lo que ocurre. Ésta al principio se justifica, y luego se da cuenta de que
cuanto más se justifica, más culpable parece. (La víctima ideal es una persona
escrupulosa que tiene una tendencia natural a culpabilizarse).
La manipulación funciona tanto
mejor cuanto que el agresor es una persona que cuenta de antemano con la
confianza de la otra persona. Mediante un sentimiento similar al de la
protección maternal, ésta considera que tiene que ayudarlo porque es la única
que comprende.
Durante la fase de dominio, los dos protagonistas adoptan sin darse
cuenta una actitud de renuncia que evita el conflicto: el agresor ataca con
pequeños toques indirectos que desestabilizan al agredido sin provocar
abiertamente un conflicto; la víctima renuncia igualmente y se somete, pues
teme que un conflicto pueda implicar una ruptura. Percibe que no hay
negociación posible con su agresor, y que éste no cederá, y prefiere
comprometerse a afrontar la amenaza de la separación.
La víctima se convierte en un chivo
expiatorio responsable de todos sus males. A primera vista, lo que sorprende es
el modo en que éstas aceptan su suerte.
Muchas veces la gente se imagina
que la víctima consiente tácitamente o que es cómplice, conscientemente o no,
de la agresión que recibe. Pero decir que es cómplice no tiene sentido, en la
medida que ésta, por efecto del dominio,
no dispone de los medios psíquicos para actuar de otro modo, está paralizada.
El error esencial de la víctima estriba en no ser desconfiada, en no
considerar los mensajes violentos no verbales. No sabe traducir los mensajes y
acepta lo que se le dice al pie de la letra. Para el perverso, la excusa es
fácil "La trato así porque así es como le gusta que la trate".
El agredido piensa que si actúa con paciencia, el otro cambiará. No
renuncia porque es incapaz de imaginar que no hay nada que hacer y que es
inútil esperar algún cambio. Por lo demás, si abandona a su compañero, se
sentirá culpable.
Las víctimas parecen ingenuas y
crédulas; como no se pueden imaginar que
el otro es un destructor, intentan encontrar explicaciones lógicas y procuran
deshacer los entuertos.
Frente a un ataque perverso,
algunas personas se muestran primero comprensivas, intentan adaptarse:
comprenden o perdonan porque aman o admiran.
Si aceptan la sumisión, la
relación se instala en esta modalidad de una forma definitiva: la víctima se
encuentra cada vez más apagada o deprimida y el agresor es cada vez más dominante y se siente cada vez más seguro de
su poder.
El establecimiento del dominio sume a las víctimas en la confusión: o
no se atreven a quejarse o no saben hacerlo. Éstas describen un verdadero
empobrecimiento, una anulación parcial de sus facultades y una amputación de su
vitalidad y de su espontaneidad. Aunque sientan que son objeto de una
injusticia, su confusión es tan grande que no tienen ninguna posibilidad de
reaccionar.
A la hora de afrontar lo que les
pasa, las víctimas se sienten solas. ¿Cómo hablar de ello a personas ajenas a
la situación? ¿Cómo describir una mirada cargada de odio o una violencia que
tan sólo aparece en lo que se sobreentiende y en lo que se silencia?
El choque tiene lugar cuando uno
toma conciencia de la agresión: se sienten desamparadas y heridas, todo se desmorona. Se instala un estado de
ansiedad permanente. Tras un determinado tipo de evolución del conflicto, se
producen fenómenos de fobia recíproca: la visión de la persona odiada provoca
una rabia fría en el agresor; la visión del perseguidor desencadena el miedo de
la víctima.
Se trata de reflejos condicionados,
uno agresivo y el otro defensivo. El miedo conduce a la víctima a comportarse
patológicamente, algo que el agresor utilizará más adelante como una coartada
para justificar retroactivamente su agresión.
Para el perverso, el mayor
fracaso es el de no conseguir atraer a los demás al registro de la violencia.
Su vida consiste en buscar su propio reflejo en la mirada de los demás. El otro
no existe en tanto que individuo, sino solamente como espejo.
Vencer a este tipo de personajes
es prácticamente imposible. En todo caso, la víctima debe analizar el problema
"fríamente", dejando de lado la cuestión de culpabilidad. Para ello
debe abandonar su ideal de tolerancia absoluta y reconocer que alguien a quien
ama presenta un trastorno de personalidad que resulta peligroso para ella y que
debe protegerse.
Una de las reglas esenciales que
debemos cumplir cuando nos acosa un perverso moral, es dejar de justificarnos. Todas las cosas que hagamos o digamos se
pueden volver en contra nuestra. Al principio, cualquier cambio de actitud
tenderá a provocar un aumento de las agresiones y de las provocaciones. El
perverso, tratará siempre de culpabilizarnos todavía más...’
Así, pues, tenemos que las víctimas más
inconscientes adolecen de falta de confianza en sí mismas; la necesaria para
moverse y aspirar a romper la brutal relación de dependencia que las une al
Sistema. Han de sentir confianza en sí mismas, y en aquellos sujetos que están
trabajando para que, por fin, adviertan que el actual y abusivo orden de cosas
sí es irremplazable.
Únicamente ven lo que desean ver. Así que
necesitan, imperiosamente, que haya otras personas dispuestas a decirles lo que
se oculta tras aquello que han preferido creer. La estrategia semiótica
llevada a cabo por el Sistema será la que, no siendo analizada, acabe por darle
el poder definitivo.
Ayudémoslas a entender qué
significado se oculta tras las vagas insinuaciones del poder y sus vacuos
discursos, para que puedan acabar con el desconcierto que les genera. Démosle
la fuerza que les permita resolver las debilidades que el perverso Sistema
explota sin consideración alguna.
La culpabilidad que esta bestia
hace sentir…
En junio de 2010, el
vicecanciller alemán y titular de Exteriores comienza, refiriéndose al pueblo
alemán, con ‘hemos vivido en los últimos años por encima de nuestras
posibilidades’. El camino de los recortes contemplaba la congelación de grandes
proyectos como la reconstrucción del Palacio Imperial en Berlín, con un coste
de 500 millones de euros, pospuesto para después de 2014, dice la crónica.
Desde entonces,
el mantra de que –mayoritariamente- se había vivido por encima de nuestras
posibilidades, viajó hasta España y se instaló en las mentes de muchos.
La culpabilidad que las personas de la
cúspide Sistema pretenden inocular en sus víctimas, en ellas no tiene cabida.
Ellas, las élites, son perversas, pero no como consecuencia de un trastorno
psiquiátrico, sino como fruto de la extrema racionalidad que les hace
considerar a los humanos como números, maleables masas, objetos cuya vida
productiva –con obsolescencia programada-
han de administrar.
Pero, sobre todas las cosas,
hagámosles ver que quienes están en la cúspide ni tienen escrúpulos ni sienten
remordimientos.
Que comprendan cuál es el sentido
de la irritación de los más desfavorecidos, y la agresividad que, en momentos,
les acompaña. Que entiendan que el Sistema practica una violencia muy difícil
de detectar visualmente, y que sólo quienes la padecen en sus carnes son
capaces de verla sin ningún género de dudas. Por lo tanto, es el Sistema el primer responsable, el generador de la violencia.
Definitivamente, no hay
negociación posible con el Sistema. Su naturaleza lo impide. Como ellos
cacarean hipócritamente: No se negocia
con terroristas.
Y es imprescindible que quienes
más enajenados permanecen, comprendan que esto es así, y que la lucha a la que
se les llama no es –sólo- contra el Estado, sino contra una inmensa
construcción que los ha convertido en consumidores de basura inútil y escapista.
Una construcción sistémica que envenena su mente, hace añicos su conciencia, y
los induce a creer en sueños irrealizables que no son sino pesadillas muy
rentables para los capataces y dueños de este engendro.
Todo esto, amigos, es lo que una
porción de la sociedad necesita. ¿Y los activistas que ya están manos a la
obra?
Las necesidades estratégicas
Generalizando, observo, si se me
permite la analogía, que el activismo social –en la medida que no identifica la
magnitud del enemigo, sus estrategias y verdadera naturaleza- actúa sin un
enfoque correcto. Hasta ahora -siempre hablando en términos generales- se
pretendía hacer visible una protesta que forzara un cambio de rumbo del Estado.
Un enfoque, a todas luces, erróneo. Los hechos, que son los que cuentan, lo
confirman. La naturaleza del Estado, en todas sus manifestaciones, ha dejado
claro que todo esfuerzo dirigido en esa dirección es inútil.
Se precisa, opino, una
equilibrada combinación de dos esfuerzos.
Por una parte, profundizar en el
trabajo que el activismo social está desarrollando en la creación de espacios
de soberanía y cooperación popular. Una mejor dinamización debe ir en la línea
de acercar esos proyectos y espacios vivos a quienes los desconocen por
completo.
En la otra mano, el problema principal,
la vertiente del activismo social que corre el riesgo de convertirse en una
amalgama de expresiones creativas y emotivas vacías de significado intelectual.
Sin un permanente aporte intelectual, el activismo social no pasará de ser un
conjunto de grupos marginales incapaces de echar raíces en las mentes que más
lo necesitan.
En la segunda entrega de este
trabajo dije: ‘Ante tales circunstancias, nada es más urgente que la profunda y
sólida organización general que nos prepare para una larga guerra que ya ha
dado comienzo, que exigirá de nosotros una planificación
que vaya más allá de las acciones que pretenden encarar situaciones presentes e
inmediatas.’
Si bien es cierto que no todas
las acciones de activismo están localizadas en situaciones presentes e inmediatas, también es verdad que se echa
en falta una planificación a largo plazo, fundamentada en análisis de las
tendencias actuales del Sistema (no sólo del Estado), de tal forma que nos
permita una visión más amplia de la realidad.
¿Somos conscientes de que esta
generación está llamada a entregar lo mejor de sí misma para enderezar el curso
de la Historia? No lo creo, en absoluto.
Sin embargo, sospecho que, de una
u otra forma, teniendo presentes muchos de los elementos colocados en el
escenario global, y no contando con otros muchos, el esfuerzo que se nos exige
es mucho mayor del que estamos realizando. Difícil para mentes lúdicas,
aturdidas o entretenidas, visualizar la magnitud de un complejo nudo histórico
que, de no reaccionar nosotros como la situación se merece, acabará
sobrepasándonos.
¿Quién estaría dispuesto a
encauzar la mayor parte de su activismo a la dura tarea de persuadir a los más
apegados al Sistema? ¿Quién capaz de ir más allá de la protesta emocional que
une, brevemente, masas en una
manifestación, para formarse y formar a otros intelectual y sólidamente?
¿Cuándo apostaremos por estrategias que vayan más allá de lo inmediato?
No hay una
autopista perfectamente asfaltada que conduzca, con facilidad, hacia esa masa
social más enajenada. Es un camino pedregoso, que exigirá de nosotros
constantes esfuerzos, porque cualquier cambio social de gran calado dependerá
de ganarlos o perderlos. Contar con ellos a este lado de la línea, o que estén
férreamente posicionados en la defensa de los secuestradores de su mente. Éste
no es un conflicto -al menos por el momento- entre dos fuerzas que se
enfrentarán físicamente. Es, por ahora, un conflicto dialéctico y psicológico.
En nuestras manos está.
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