miércoles, 12 de diciembre de 2012

TAVO JIMÉNEZ DE ARMAS. Reflexiones sobre la Conciencia Social ante los tiempos actuales y sus riesgos -III-




REFLEXIONES SOBRE LA CONCIENCIA SOCIALANTE LOS TIEMPOS ACTUALES Y SUS RIESGOS
III
Por Tavo Jiménez de Armas
                              


INTRODUCCIÓN

La reciente celebración de la jornada de huelga general del pasado 14 de noviembre -y sus masivas manifestaciones-, es un marco fantástico para concluir -en un contexto tan vivo y actual- todo lo que he querido expresar en las dos primeras partes de este trabajo.

Simultáneamente a la marcha de numerosas manifestaciones a lo largo y ancho de España y parte de Europa, el Gobierno Español, a través del Ministro de Economía, se reafirmaba en su férrea posición (‘La hoja de ruta del Ejecutivo es la única posible para superar la recesión’). Dos días después entraba en vigor la nueva norma que pretende paliar ‘el drama social de los desahucios’, y que Jueces para la Democracia consideraba como ‘fiasco’, ‘publicidad engañosa’ por parte del Gobierno. Han sido los más benévolos en sus calificativos.



Todo había empezado, para el Gobierno, una semana antes (día 9), con el suicidio de una mujer afectada por el desahucio de su hogar. A partir de entonces, por temor a que la tragedia fuese multiplicándose por toda la geografía nacional –con la ‘fealdad’ que ello conlleva para la marca España-, los dos partidos políticos que se reparten el poder nacional desde la muerte del dictador Franco, se sentaron (infructuosamente) a negociar un acuerdo. Se estaba escenificando una nueva y tenebrosa farsa. No contaban con otros partidos políticos, ni siquiera con Izquierda Unida, que ha demostrado su preocupación real por este problema desde hace mucho tiempo. Lo más sangrante: los colectivos sociales que han sido un ejemplo de laboriosa solidaridad desde 2009, cuando el drama de los desahucios dio comienzo, ninguneados por completo. Ellos -los del poder-, siempre de espaldas a la realidad.


Pero regresemos a la jornada de huelga del 14N, en concreto, a la respuesta dada por la Autoridad. Fue todo un festival de terror en el que todos, niños y mayores, recibieron. La respuesta institucional ya la conocéis: comportamiento ejemplar por parte de las fuerzas de seguridad, bla, bla, bla


Y con ese terror callejero llegamos a los efectos psicológicos provocados en la población. Vamos desde el miedo hasta la impotencia. Quienes sufren pánico al ver las imágenes que valientes personas nos han brindado, afianzarán en su mente la idea de que será mejor no quejarse demasiado. Aquellos otros que han padecido esa violencia demencial, o que la han visto rozarles, se habrán encontrado de bruces con el rostro más dañino de un Sistema que envía a hombres robotizados a golpear brutalmente a quienes osan cuestionar que la ruta del Ejecutivo es la única posible para superar la recesión. Hay heridos muy graves, y más de un centenar de detenidos. Muchos de ellos descubrirán con sorpresa -como les ocurrió a Ainhoa y Gabriel- que en sus mochilas había piedras. El Gobierno calla. Y el fascismo habitó entre nosotros.


La impotencia de recibir porrazos y patadas por parte de un callado ser con la máscara de Darth Vader; un uniformado bien pertrechado que no razona, ni responde verbalmente, sino que actúa mecánicamente. Son los perversos maltratadores de la relación a la que me referí con anterioridad. Y en las víctimas queda la misma desolación e impotencia que cuando la agresión se efectúa en casa.

Primero, porque no se puede comprender por mente sana alguna que, sin más elementos sobre el terreno que una protesta ciudadana generada por los abusos sistemáticos ejercidos desde el poder, la respuesta de la Administración sea el envío de uniformados que se arrancan con desproporcionadas agresiones a personas sin protección alguna.

La uniformidad estética de esos elementos hostiles genera en los ciudadanos una visión de entes impersonales, de fuerzas armadas que actúan con todas las ventajas, protegidos por la ley, amparados por el conjunto al que pertenecen, capaces de disgregarse contra la masa y, no obstante, no perder su identidad superior. Son un puño de hierro que se divide en multitud de otros pequeños puños de hierro que hieren fatalmente. Y ahí se cierra el irracional círculo que no tolera explicaciones, ni quejas, ni nada que parezca sensato.

Ante este estado de cosas, las conciencias deben irritarse. Si esos puños de hierro tuviesen conciencia, se irritarían. Y la irritación conduciría a la negación a participar en la represión, aun a costa de perder su empleo. A eso se le llama actuar en conciencia, y lo demás no son sino excusas, cobardías e intereses. Todo ello, insustancial ante la gravedad en la que estamos instalados.

Ante este estado de cosas, y ante el empeoramiento progresivo del clima social, quienes ordenan golpear a sus representados (o consienten que se haga) y no frenan la vorágine que pretenden arrasar lo que de humanos queda en nosotros, duermen tranquilos. Porque carecen de conciencia. No es dogma de fe lo que digo, sino un hecho científico constatado cada día que pasa. Ninguno de ellos se baja del tren en el que voluntariamente se han subido, y que amenaza con lanzarnos violentamente hacia un oscuro abismo.

Ante este estado de cosas, y el caos al que irremediablemente nos dirigimos, no sorprenderá que vea legítima una respuesta popular a la altura de la violencia (no sólo física) que las personas están recibiendo por parte del Estado. Otra cosa es que considere que, en estos momentos, sea la respuesta más inteligente y adecuada.

Parece que aún hay un tiempo para comprobar si ‘estas son nuestras armas (las manos desnudas)’ es un instrumento válido para encarar al Sistema, o si -como he sugerido en las anteriores entregas-, dada la naturaleza irreversible de los psicópatas en la cúspide de la pirámide, se revela con un arma insuficiente que habrá de dar paso a una solución popular más adecuada y elaborada al enemigo que enfrentamos.

Entretanto, nuestra ausencia de armas se suple con la fuerza de la razón. Las mentiras que el poder siempre tiene en sus labios no deben eclipsar el uso de la razón hecha palabra en nuestras bocas. Nuestra lengua puede herir falsas sensibilidades, y debe hacerlo. Nuestra lengua debe violentar con argumentos, sumar en cooperaciones, construir alternativas reales, e invadir las mentes alienadas de quienes deben tener la oportunidad de escuchar (quién sabe si por última vez en sus vidas) alguna que otra verdad que, siendo dolorosa, les dé la oportunidad de elegir y no rendirse a perecer en el matadero que han dispuesto para todos nosotros. No está en peligro sino nuestra propia condición humana, la identidad que nos dota de conciencia y nos exige no desfallecer cuando la extinción de la conciencia es un riesgo real. Puede que aún no sea demasiado tarde.

3- MÁS ACTIVISMO PEDAGÓGICO, POR FAVOR

Recapitulemos.

Thomas Doyle, reverendo católico y portavoz de víctimas de abusos sexuales cometidos por el clero de su iglesia lo definió con claridad meridiana:



‘Hay dos clases de personas en la Iglesia: la jerarquía en las sagradas tierras de pasto, como las llaman ellos, elegida por Dios para guiar y liderar a la gran multitud -que son la gente laica-, cuyo deber es ser seguidores dóciles y obedientes. El sistema (social y religioso) es una monarquía y todo el poder le pertenece a esas personas (de la Iglesia). Así, el sistema protege a esos individuos, porque cree que esa es la voluntad de la máxima autoridad, de Dios: Él quiere que esos individuos sean poderosos para controlar esta porción de la realidad llamada Tierra. Podrá sonar muy simplista y fantasioso, pero así es en realidad’.

(Doyle, sacerdote dominico desde hace más de treinta años, doctorado en Derecho Canónico, ha pagado en sus propias carnes el haber abogado por las víctimas. En el año 2003 perdió su trabajo como capellán en la Archidiócesis de Servicios Militares de EEUU, por desobedecer las directrices de su superior. En realidad, se le castigaba por haber declarado ante la justicia contra los sacerdotes pedófilos, y por haber entrevistado a miles de víctimas.)



Podría parecer que describir la estructura psicológica del poder religioso no es muy acertado cuando el propósito es hablar –más amplia y globalmente- de las dificultades que atraviesa la relación Sociedad-Sistema. Sin embargo, los armazones de la religión y el Sistema no son muy distintos; básicamente, porque la primera ayudó a parir –hace ya miles de años- a este engendro planetario que llamamos Sistema, del que, cómo no, la religión sigue siendo una de sus más fuertes valedoras. Ambas imponen sus respectivos idearios con una víctima en común: el hombre y la mujer. Ambas los sacrifican en el altar de su dios único e invisible: el poder. Conoce a la madre y no te sorprenderá la actitud de su hija. Extirpa de tu mente a la puta de la madre y no te pares hasta hacer, concienzudamente, lo propio con la hija.

A modo de recordatorio de lo escrito con anterioridad, os digo que el problema actual no es sino la consecuencia de una progresiva perdida de soberanía de la persona y, consecuentemente, de los pueblos, frente a quienes carecen de conciencia y habilidosamente trepan por los laterales de la pirámide social (el Sistema), hasta situarse en la cúspide de los diversos subsistemas que componen esto que –siendo un orden perverso- es denominado Civilización.

Esos que se posicionan en la cúspide han de tolerar –para obtener sus fines- todas las taras estructurales y las injusticias congénitas del subsistema (llámese gobierno, corporación, ejército, religión, etc.) al que acaban de acceder. Otros, antes que ellos, lo dispusieron así para que fuera impermeable, efectivo, rentable y duradero. En ese recorrido se liberan de cualquier rastro de conciencia que pudieran albergar, pues de otro modo el acceso les sería denegado. Nadie mete, a sabiendas (y los perversos depredadores integrados, menos), a un ladrón en su casa; y si no hubiese sido detectado antes, los mecanismos del subsistema actúan, como digo, como un resorte que neutraliza todo riesgo.

Así, pues, tenemos a una camarilla de personas que, ausentes de contacto directo con la realidad compartida por la inmensa mayoría de la sociedad, determina –con sangre fría- el destino de ésta. Y lo hace desde el reducido y selecto tejido social que se mueve en las exitosas cúspides, formado por lazos de intereses económicos y familiares.

Cierto que incluso entre estas bestias con pedigrí existen los enfrentamientos (la insaciable codicia es lo que tiene), pero siempre basados en el reparto de la tarta, no en dilemas morales sobre su comportamiento hacia la base de la pirámide, los más desfavorecidos de eso que Thomas Doyle denomina esta porción de la realidad llamada Tierra.    

Despojados de conciencia y remordimientos, curtidos en el lenguaje engañoso y seductor, bien asesorados por mercaderes de la imagen, e instruidos en el arte del fingimiento, los depredadores sociales ascienden en medio de puñaladas traperas, vendettas de madrugada, y nulos escrúpulos. El trepar es un arte de mercenarios en el que fracasan quienes tienen eso que se llama escrúpulos. El trepar, no te confundas, no está hecho para ti, que tienes sensibilidad para preocuparte honestamente por las dificultades de quienes te rodean. No cometas el error de pensar que la madera de la que esos indecentes fulanos salieron es la misma de la que has salido tú. Han invertido mucho tiempo en tratar de convencerte de ello, y lo seguirán haciendo, con el fin de que tu mente dude de la única realidad posible, la evidente a los ojos, la palpable en sus decisiones: son unos desalmados a los que les importas una mierda.

Quien dice preocuparse de tu alma, o de tus necesidades materiales, del futuro de tus hijos, de la paz nacional, te miente como un bellaco. Acéptalo si no lo has hecho ya. Los hechos gritan y ensordecen lo que sus palabras proclaman: les preocupan sus intereses económicos, las ambiciones declaradas en sus míticos textos religiosos e históricos, el prestigio con el que la Historia los mencionará. Vanidad y codicia, juntas de la mano.

Así es, basándonos en los hechos -que es lo que en este texto se juzga-, esta caterva de miserables que sigue sonriendo mientras el barco hace aguas. Mientras nuestro futuro, puesto en sus múltiples manos, entra en un crepúsculo del que, si salimos con vida, quedará reducido a ruinas.

Dicho esto, la responsabilidad recae exclusivamente en nosotros, los hombres y mujeres que aspiramos a no perder más espacios de libertad. Ya hemos presenciado cómo los cuervos con sotana, salvo algunas excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, guardan silencio ante la escalada de crímenes económicos (que a ellos no les afectan), ante la política de burdel que mercadea militarmente con la vida de millones de inocentes. Un silencio que les delata, una vez más, confirmando su condición de milenaria institución enemiga del ser humano. Vergüenza tendrían que sentir de atreverse a mencionar la palabra que tantos millones de sus creyentes consideran sagrada.

La responsabilidad recae únicamente en nosotros, de denunciar los crímenes que se cometen y son asimilados por gran parte de la sociedad como daños colaterales de una crisis pasajera.

Nuestra es la responsabilidad de servir como eventual conciencia para esa enorme masa social que, no siendo lúcida en su percepción del clima fascista que nos envuelve, es un peligro para sí misma y para nosotros (por cuanto tiene de obediente y leal al Sistema). Síndrome de Estocolmo puro y duro.

Una conciencia provisional -en manos de unas gentes que habrían de ser conscientes de los sacrificios que tendrán de realizar si quieren tener alguna oportunidad de modificar el futuro que se les ha diseñado- que sean capaces de hacer que otros pierdan el miedo propio de las víctimas de un profundo engaño, de un complejo y sutil maltrato psicológico que los ha ido desposeyendo de los puntos de referencia necesarios para tener un criterio propio no contaminado por los intereses del Sistema.

Los más enajenados necesitan que su propia conciencia, temporalmente ejercida desde fueran por medios responsables y honestos, les devuelva la cordura forzosa, imprescindible, para ver sin las limitadas anteojeras colocadas por el Sistema. Sólo mediante el ejercicio de su propia conciencia podrán ver la gravedad de la situación, pero hoy no es posible que eso sea factible.

Éstos requieren, tal y como acontece en el escenario en el que tenemos a un psicópata integrado que mantiene emocional e intelectualmente cautiva a su víctima, de ayuda externa.

Si esa ayuda externa –de índole pedagógica- no llega, es posible que cuando el clima psicopático en el que vive la víctima se haga más insufrible, su voluntad sea aún más frágil, y mucho más fácil de dirigir desde los mecanismos del poder perverso que la mantiene subyugada. Es sencillo de entender que dicha voluntad sería dirigida contra aquellos elementos de la sociedad que denuncian la naturaleza esclavizante de la relación víctima-verdugo.

A este respecto, invito al lector a que escuche lo que el psicólogo Philip Zimbardo nos cuenta sobre este escenario, confirmando que, en efecto, ese es el fenómeno psicológico que habrían de enfrentar quienes estuviesen dispuestos a enfrentar al Sistema.



En definitiva, en nuestra realidad social se precisa del mismo enfoque situacional que se aplica a las víctimas de maltrato psicológico que propone la ya mencionada psiquiatra y terapeuta Marie-France Hirigoyen.

Reafirmándonos en la clave psicológica
                                                                                                              
Prestemos atención a lo que Hirigoyen explica en su obra El Acoso Moral, y tratemos de hacerlo desde la perspectiva de un conflicto colectivo (tal como lo hicimos con el caso de Annie y Benjamín) y no entre dos personas. Pido encarecidamente al lector que, aunque sé que el texto es amplio, su lectura la considero esencial para el conocimiento de la problemática y, lógicamente, la solución a adoptar. El remarcado es mío, poniendo el énfasis en dónde más y mejor se advierte la naturaleza del Sistema.



‘Para Hirigoyen, existe la posibilidad de destruir a alguien sólo con palabras, miradas, mentiras, humillaciones o insinuaciones, un proceso de maltrato psicológico en el que un individuo puede conseguir hacer pedazos a otro. Es a lo que denomina violencia perversa o acoso moral.

El acoso moral propiamente dicho se desarrolla en dos fases: la primera es la fase de seducción perversa por parte del agresor, que tiene la finalidad de desestabilizar a la víctima, de conseguir que pierda progresivamente la confianza en sí misma y en los demás; y la otra, es la fase de violencia manifiesta.

El primer acto del depredador siempre consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender. Pretende mantener al otro en una relación de dependencia o incluso de propiedad para demostrarse a sí mismo su omnipotencia. La víctima, inmensa en la duda y en la culpabilidad, no es capaz de reaccionar.

Todos estos son una serie de comportamientos deliberados del agresor destinados a desencadenar la ansiedad de la víctima, lo que provoca en ella una actitud defensiva, que, a su vez, genera nuevas agresiones.

La estrategia perversa no aspira a destruir al otro inmediatamente; prefiere someterlo poco a poco y mantenerlo a disposición. Lo importante es conservar el poder y controlar. Intenta, de alguna manera, hacer creer que el vínculo de dependencia del otro en relación con él es irremplazable y que es el otro quién lo solicita. (Al anular las capacidades defensivas y el sentido crítico del agredido, se elimina toda posibilidad de que éste se pueda rebelar. Éste es el caso de todas las situaciones en las que un individuo ejerce una influencia exagerada y abusiva sobre otro, sin que éste último se de cuenta de ello).

Esta perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como seres humanos.

La agresión propiamente dicha es constante y se lleva a cabo sin hacer ruido, mediante alusiones e insinuaciones, sin que podamos decir en qué momento ha comenzado ni tampoco si se trata realmente de una agresión. Se presenta continuamente y en forma de pequeños toques que se dan todos los días o varias veces a la semana, durante meses e incluso años. Basta que la víctima revele sus debilidades para que el perverso las explote inmediatamente contra ella.

El mensaje de un perverso siempre es voluntariamente vago e impreciso y genera confusión. Son precisamente estas técnicas indirectas las que desconciertan al interlocutor y hacen que éste tenga dudas sobre la realidad de lo que acaba de ocurrir.

Un verdadero perverso no suelta jamás su presa. Está persuadido de que tiene razón, y no tiene escrúpulos ni remordimientos. No suele alzar la voz, ni siquiera en los intercambios más violentos; deja que el otro se irrite solo para luego acusarlo de que la agresión va contra él y no al contrario, lo cual no puede hacer otra cosa que desconcertar: "Desde luego, ¡no eres más que un histérico que no para de gritar!".

Pero sin duda, el arte en el que el perverso destaca por excelencia es el de enfrentar a unas personas con otras, el de provocar rivalidades y celos. Esto lo puede conseguir mediante esas alusiones que siembran la duda, mediante mentiras que colocan a las personas en posiciones enfrentadas, o simplemente hace correr rumores que, de una manera imperceptible, herirán a la víctima sin que ésta pueda identificar su origen.

La fase de odio o violencia, empieza con toda claridad cuando la víctima reacciona e intenta obrar en tanto que sujeto y recuperar un poco de libertad. A partir de este momento abundarán los golpes bajos y las ofensas, así como las palabras que rebajan, que humillan y que convierten en burla todo lo que pueda ser propio de la víctima. Esta armadura de sarcasmo protege al perverso de lo que más teme: la comunicación.

Por otro lado, el perverso puede intentar que su víctima actúe contra él para poder acusarla de "malvada". Lo importante siempre es que la víctima parezca responsable de lo que ocurre. Ésta al principio se justifica, y luego se da cuenta de que cuanto más se justifica, más culpable parece. (La víctima ideal es una persona escrupulosa que tiene una tendencia natural a culpabilizarse).

La manipulación funciona tanto mejor cuanto que el agresor es una persona que cuenta de antemano con la confianza de la otra persona. Mediante un sentimiento similar al de la protección maternal, ésta considera que tiene que ayudarlo porque es la única que comprende.

Durante la fase de dominio, los dos protagonistas adoptan sin darse cuenta una actitud de renuncia que evita el conflicto: el agresor ataca con pequeños toques indirectos que desestabilizan al agredido sin provocar abiertamente un conflicto; la víctima renuncia igualmente y se somete, pues teme que un conflicto pueda implicar una ruptura. Percibe que no hay negociación posible con su agresor, y que éste no cederá, y prefiere comprometerse a afrontar la amenaza de la separación.

La víctima se convierte en un chivo expiatorio responsable de todos sus males. A primera vista, lo que sorprende es el modo en que éstas aceptan su suerte.

Muchas veces la gente se imagina que la víctima consiente tácitamente o que es cómplice, conscientemente o no, de la agresión que recibe. Pero decir que es cómplice no tiene sentido, en la medida que ésta, por efecto del dominio, no dispone de los medios psíquicos para actuar de otro modo, está paralizada.

El error esencial de la víctima estriba en no ser desconfiada, en no considerar los mensajes violentos no verbales. No sabe traducir los mensajes y acepta lo que se le dice al pie de la letra. Para el perverso, la excusa es fácil "La trato así porque así es como le gusta que la trate".

El agredido piensa que si actúa con paciencia, el otro cambiará. No renuncia porque es incapaz de imaginar que no hay nada que hacer y que es inútil esperar algún cambio. Por lo demás, si abandona a su compañero, se sentirá culpable.

Las víctimas parecen ingenuas y crédulas; como no se pueden imaginar que el otro es un destructor, intentan encontrar explicaciones lógicas y procuran deshacer los entuertos.

Frente a un ataque perverso, algunas personas se muestran primero comprensivas, intentan adaptarse: comprenden o perdonan porque aman o admiran.

Si aceptan la sumisión, la relación se instala en esta modalidad de una forma definitiva: la víctima se encuentra cada vez más apagada o deprimida y el agresor es cada vez más dominante y se siente cada vez más seguro de su poder.

El establecimiento del dominio sume a las víctimas en la confusión: o no se atreven a quejarse o no saben hacerlo. Éstas describen un verdadero empobrecimiento, una anulación parcial de sus facultades y una amputación de su vitalidad y de su espontaneidad. Aunque sientan que son objeto de una injusticia, su confusión es tan grande que no tienen ninguna posibilidad de reaccionar.

A la hora de afrontar lo que les pasa, las víctimas se sienten solas. ¿Cómo hablar de ello a personas ajenas a la situación? ¿Cómo describir una mirada cargada de odio o una violencia que tan sólo aparece en lo que se sobreentiende y en lo que se silencia?

El choque tiene lugar cuando uno toma conciencia de la agresión: se sienten desamparadas y heridas, todo se desmorona. Se instala un estado de ansiedad permanente. Tras un determinado tipo de evolución del conflicto, se producen fenómenos de fobia recíproca: la visión de la persona odiada provoca una rabia fría en el agresor; la visión del perseguidor desencadena el miedo de la víctima.

Se trata de reflejos condicionados, uno agresivo y el otro defensivo. El miedo conduce a la víctima a comportarse patológicamente, algo que el agresor utilizará más adelante como una coartada para justificar retroactivamente su agresión.

Para el perverso, el mayor fracaso es el de no conseguir atraer a los demás al registro de la violencia. Su vida consiste en buscar su propio reflejo en la mirada de los demás. El otro no existe en tanto que individuo, sino solamente como espejo.

Vencer a este tipo de personajes es prácticamente imposible. En todo caso, la víctima debe analizar el problema "fríamente", dejando de lado la cuestión de culpabilidad. Para ello debe abandonar su ideal de tolerancia absoluta y reconocer que alguien a quien ama presenta un trastorno de personalidad que resulta peligroso para ella y que debe protegerse.

Una de las reglas esenciales que debemos cumplir cuando nos acosa un perverso moral, es dejar de justificarnos. Todas las cosas que hagamos o digamos se pueden volver en contra nuestra. Al principio, cualquier cambio de actitud tenderá a provocar un aumento de las agresiones y de las provocaciones. El perverso, tratará siempre de culpabilizarnos todavía más...’



Así, pues, tenemos que las víctimas más inconscientes adolecen de falta de confianza en sí mismas; la necesaria para moverse y aspirar a romper la brutal relación de dependencia que las une al Sistema. Han de sentir confianza en sí mismas, y en aquellos sujetos que están trabajando para que, por fin, adviertan que el actual y abusivo orden de cosas sí es irremplazable.

Únicamente ven lo que desean ver. Así que necesitan, imperiosamente, que haya otras personas dispuestas a decirles lo que se oculta tras aquello que han preferido creer. La estrategia semiótica llevada a cabo por el Sistema será la que, no siendo analizada, acabe por darle el poder definitivo.


Ayudémoslas a entender qué significado se oculta tras las vagas insinuaciones del poder y sus vacuos discursos, para que puedan acabar con el desconcierto que les genera. Démosle la fuerza que les permita resolver las debilidades que el perverso Sistema explota sin consideración alguna.

La culpabilidad que esta bestia hace sentir…

En junio de 2010, el vicecanciller alemán y titular de Exteriores comienza, refiriéndose al pueblo alemán, con ‘hemos vivido en los últimos años por encima de nuestras posibilidades’. El camino de los recortes contemplaba la congelación de grandes proyectos como la reconstrucción del Palacio Imperial en Berlín, con un coste de 500 millones de euros, pospuesto para después de 2014, dice la crónica.


Desde entonces, el mantra de que –mayoritariamente- se había vivido por encima de nuestras posibilidades, viajó hasta España y se instaló en las mentes de muchos.

La culpabilidad que las personas de la cúspide Sistema pretenden inocular en sus víctimas, en ellas no tiene cabida. Ellas, las élites, son perversas, pero no como consecuencia de un trastorno psiquiátrico, sino como fruto de la extrema racionalidad que les hace considerar a los humanos como números, maleables masas, objetos cuya vida productiva –con obsolescencia programada- han de administrar.

Pero, sobre todas las cosas, hagámosles ver que quienes están en la cúspide ni tienen escrúpulos ni sienten remordimientos.

Que comprendan cuál es el sentido de la irritación de los más desfavorecidos, y la agresividad que, en momentos, les acompaña. Que entiendan que el Sistema practica una violencia muy difícil de detectar visualmente, y que sólo quienes la padecen en sus carnes son capaces de verla sin ningún género de dudas. Por lo tanto, es el Sistema el primer responsable, el generador de la violencia.

Definitivamente, no hay negociación posible con el Sistema. Su naturaleza lo impide. Como ellos cacarean hipócritamente: No se negocia con terroristas.

Y es imprescindible que quienes más enajenados permanecen, comprendan que esto es así, y que la lucha a la que se les llama no es –sólo- contra el Estado, sino contra una inmensa construcción que los ha convertido en consumidores de basura inútil y escapista. Una construcción sistémica que envenena su mente, hace añicos su conciencia, y los induce a creer en sueños irrealizables que no son sino pesadillas muy rentables para los capataces y dueños de este engendro.

Todo esto, amigos, es lo que una porción de la sociedad necesita. ¿Y los activistas que ya están manos a la obra?

Las necesidades estratégicas

Generalizando, observo, si se me permite la analogía, que el activismo social –en la medida que no identifica la magnitud del enemigo, sus estrategias y verdadera naturaleza- actúa sin un enfoque correcto. Hasta ahora -siempre hablando en términos generales- se pretendía hacer visible una protesta que forzara un cambio de rumbo del Estado. Un enfoque, a todas luces, erróneo. Los hechos, que son los que cuentan, lo confirman. La naturaleza del Estado, en todas sus manifestaciones, ha dejado claro que todo esfuerzo dirigido en esa dirección es inútil.

Se precisa, opino, una equilibrada combinación de dos esfuerzos.

Por una parte, profundizar en el trabajo que el activismo social está desarrollando en la creación de espacios de soberanía y cooperación popular. Una mejor dinamización debe ir en la línea de acercar esos proyectos y espacios vivos a quienes los desconocen por completo.

En la otra mano, el problema principal, la vertiente del activismo social que corre el riesgo de convertirse en una amalgama de expresiones creativas y emotivas vacías de significado intelectual. Sin un permanente aporte intelectual, el activismo social no pasará de ser un conjunto de grupos marginales incapaces de echar raíces en las mentes que más lo necesitan.

En la segunda entrega de este trabajo dije: ‘Ante tales circunstancias, nada es más urgente que la profunda y sólida organización general que nos prepare para una larga guerra que ya ha dado comienzo, que exigirá de nosotros una planificación que vaya más allá de las acciones que pretenden encarar situaciones presentes e inmediatas.’

Si bien es cierto que no todas las acciones de activismo están localizadas en situaciones presentes e inmediatas, también es verdad que se echa en falta una planificación a largo plazo, fundamentada en análisis de las tendencias actuales del Sistema (no sólo del Estado), de tal forma que nos permita una visión más amplia de la realidad.

¿Somos conscientes de que esta generación está llamada a entregar lo mejor de sí misma para enderezar el curso de la Historia? No lo creo, en absoluto.

Sin embargo, sospecho que, de una u otra forma, teniendo presentes muchos de los elementos colocados en el escenario global, y no contando con otros muchos, el esfuerzo que se nos exige es mucho mayor del que estamos realizando. Difícil para mentes lúdicas, aturdidas o entretenidas, visualizar la magnitud de un complejo nudo histórico que, de no reaccionar nosotros como la situación se merece, acabará sobrepasándonos.

¿Quién estaría dispuesto a encauzar la mayor parte de su activismo a la dura tarea de persuadir a los más apegados al Sistema? ¿Quién capaz de ir más allá de la protesta emocional que une, brevemente, masas en una manifestación, para formarse y formar a otros intelectual y sólidamente? ¿Cuándo apostaremos por estrategias que vayan más allá de lo inmediato?

No hay una autopista perfectamente asfaltada que conduzca, con facilidad, hacia esa masa social más enajenada. Es un camino pedregoso, que exigirá de nosotros constantes esfuerzos, porque cualquier cambio social de gran calado dependerá de ganarlos o perderlos. Contar con ellos a este lado de la línea, o que estén férreamente posicionados en la defensa de los secuestradores de su mente. Éste no es un conflicto -al menos por el momento- entre dos fuerzas que se enfrentarán físicamente. Es, por ahora, un conflicto dialéctico y psicológico. En nuestras manos está.



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