PSICÓPATA DOMÉSTICO
Cualquiera que recuerde las películas
destinadas a las mentes adolescentes, tales como Viernes 13, Scream, Sé lo
que hicisteis el último verano, Pesadilla en Elm Street, etc, habrá
observado que el motivo esencial del psicópata, en contra de lo que pudiera
parecer, no es matar a las víctimas elegidas. No. Eso se diría que es
circunstancial, secundario. El fin, el objetivo primordial, es generar
miedo extremo en sus potenciales víctimas.
Se pretende, por parte del psicópata
–escenificándolo adecuadamente- suscitar terror, angustia. Todo ello
debe conducir a la derrota del sacrificado antes de afrontar la
muerte. Pero la muerte, el golpe certero que acabe con la vida, deberá
esperar hasta que la víctima proporcione a su
verdugo el clímax, el pico más elevado de satisfacción. Durante
ese ritual, generalmente, suele ocurrir que la víctima última (no por
casualidad, una mujer, que representa al alma humana), dispone
de la oportunidad para acabar con el criminal.
Es más, lo habitual es que la trama incluya la
imagen del psicópata en el suelo, al borde de un abismo, aparentemente vencido.
Y entonces entra en acción la
ingenuidad -por parte de la víctima- y da por muerto lo que
sigue vivo; oportunidad que el asesino aprovecha para dar algún golpe, disparo o
hachazo más a la sufrida protagonista.
En guiones más elaborados, el psicópata es una
bestia erguida con traje de Armani, o un científico loco con aspiraciones a amo
universal. O un individuo con carisma, donde es
mucho más difícil de reconocer su verdadero perfil.
Es el torturador más real, al psicópata que más
abunda en la sociedad. Tanto es así, que esa figura puede ser trasladada a la
familia de cualquiera de nosotros. ¿Os habéis fijado que en esas historias,
cuando la víctima tiene la oportunidad de apretar el gatillo, el verdugo
comienza a argumentar todas las injustificables razones que lo llevan a matar?
Esa es la oportunidad que el hábil criminal usa para evitar su derrota/muerte,
pues su explicación suele surtir efecto en la
mente de la víctima, dilatando la decisión-veredicto que ya
tenía dispuesta. Esa conversación también suele producirse con el psicópata ya
herido, y la víctima se confía, da la espalda,
hace uso de su buen corazón samaritano, y el asesino la mata…
Entenderéis que no estamos
hablando de cine, sino de cómo las imágenes externas nos proveen de mucha y rica
información que puede ser procesada para entender qué ocurre en nuestra vida.
Porque a nadie se le debe escapar que, desgraciadamente, el psicópata no está en el celuloide. El
psicópata, el ente carente de humanidad, empatía, nos rodea. Y compete a la conciencia denunciar ese
comportamiento.
Consciente de que a alguno pueda escandalizar,
diré que la familia al uso es habitual morada de monstruos, vampiros,
psicópatas. Para ilustrar este aspecto sólo hay que recordar los
cuentos populares que desde hace siglos recogen la sabiduría arquetípica. La
madrastra representa a la madre de sangre que trata de envenenar a la hija que
se rebela y niega a seguir con la cultura involucionista de su progenitora. La
madrastra muestra afinidad con las féminas que siguen sus pasos, artimañas e
ignorancias. Y si entre sus hijas no hay tales, las aborrece, abandona en el
bosque u ordena que se las mate. Pero esas no son las peores. La máxima
representación de la madre que boicotea a la hija-patita-fea es la que obliga a
la criatura a dormir sobre las cenizas del hogar. Esas cenizas (de donde
proviene la atormentada Cenicienta) personifican el hogar (equilibrio original) calcinado.
Esa madre es la psicópata por excelencia, pues
las cadenas que amarran a su hija/o, la fusta con la que golpea, se llama ‘lazo
carnal’. Obviamente, la variante masculina es idéntica en poder
destructor.
No olvidemos que la cultura imperante es que
el perdón todo lo puede. Ese
perdón que ofrece la víctima a su verdugo es el instante de la película en que
el ‘bueno’ da la espalda al psicópata, o escucha sus argumentos, se distrae, y
éste aprovecha para volver a
atacar. La cultura religiosa imperante desde hace dos mil años
en Occidente nos obliga –a menos que no nos
importe parecer malas personas- a perdonar, a excusar,
a justificar lo injustificable.
Nada ha sido más propicio para el psicópata que
la ligera interpretación que se ha hecho del bíblico ‘pondrás la otra mejilla a
quien te golpee’. Esa expresión se comió hace mucho tiempo a aquella otra: ‘ama
a tu prójimo como a ti mismo’
(Marcos 12:28), que promulgaba un claro equilibrio. Los hay que sólo se
aman a sí mismos, y quienes sólo aman a los demás, en detrimento de ellos
mismos. A estos últimos se les debiera avisar que puede haber depredadores sentados a su mesa durante la cena de
Nochebuena, o esperándolos en la cama cada noche.
Una cosa es romper la rueda del odio,
otra muy distinta no poner freno y final al
abuso, a las acciones del psicópata que siempre justifica sus actos con lágrima
fácil y promesas de cambio más propias de año nuevo. De algo no
debe quedar duda: las víctimas conscientes de un psicópata, en tanto que
conscientes, si mantienen amordazada la
conciencia y no rompen ese estatus, son merecedoras de aquello
que viven. (En términos globales es más sencillo de observar: los italianos
tienen por Primer Ministro a Silvio Berlusconi. Y tienen lo que se merecen,
puesto que lo han elegido cuatro veces. Hablamos de un narcisista e
impresentable macho alfa que tiene enlaces con la mafia, miembro de la logia
masónica ‘Propaganda Due’, que aspiraba -no sabemos si lo logró- a controlar el
tráfico de droga.)
Otro aspecto no debe obviarse: habitualmente,
las mujeres tienden a experimentar un sentimiento amoroso de marcado tono
redentor. Sí, creen que el comportamiento más ‘canalla’ (que es el término usado
para evitar expresar la palabra ‘psicópata’, de carácter más
serio) puede ser aminorado y resuelto gracias a la persistente acción de su
amor. Lógicamente, la dadora de ese amor va
perdiendo la vida por el camino, pues la redención difícilmente
llega. Y es que el término ‘psicópata’ no significa otra cosa que ‘enfermo
mental que expresa una psicopatía, que es una anomalía patológica que altera su
conducta social’. Sin reconocimiento de dicha realidad no puede haber solución,
si es que la hay.
Cenicienta no transformó –amorosamente- a la madrastra
en una buena madre, Scar no
dejó pasar la oportunidad de herir el corazón de su –emocionalmente débil-
sobrino Simba, Hamlet aborrecía la debilidad de su madre al casarse con el
despreciable Claudio (tío del joven), y su amor no evitó la decisión materna. En el mundo
arquetípico, manifestado en los cuentos, se nos habla de la lucha contra el
depredador, el que obliga al destierro del protagonista, el que ha expoliado el
hogar, quien ha reducido a la nada las capacidades creativas del ser.
Ese psicópata manipulador está en el origen del
cuento.
Y para que la historia acabe con la restitución
de lo perdido, la recuperación del equilibrio, el final del exilio, deben darse
un condiciones elementales: el protagonista (tú mismo, lector) ha interiorizado
su experiencia cotidiana, ha localizado sus deficiencias y taras emocionales,
concreta y confirma en su mente la existencia del oponente, aquel/aquella que
representa al psicópata (si lo hubiera) que lo drena energéticamente, y
actúa en consecuencia: lo vence
y expulsa, matándolo (figuradamente, se entiende), o abandonando el espacio de
secuestro y partiendo hacia su particular mundo nuevo.
Un mundo nuevo
que es condicional, pues sólo puede ser habitado cuando se han
extirpado de la psique aquellos gérmenes que daban la bienvenida al acercamiento
de potenciales psicópatas. Qué mejor final para un cuento que, permítasenos
decir, no se habría escrito si en la cultura religiosa ambiental se hubiese
repetido más aquello de ‘No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz sino espada.
Porque he venido a separar al hombre de su padre y a la hija de su madre, y a la
nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa.’
(Mateo 10: 34). Advertencia en boca de un icono arquetípico que
representa a la conciencia evolutiva de todas las criaturas que trabajan por el
retorno al hogar.
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